Hace poco tiempo que andaba yo con densas sombras en el alma, con el ceño fruncido, los labios apretados y la mirada hosca, pues para mí no había sido sólo un sol lo que se había hundido en el ocaso. Un sendero que subía por los riscos, siniestro y desprovisto de maleza era lo que crujía bajo mis pasos, y yo caminaba en silencio, trastabillando sobre las piedras que me hacían resbalar mientras mis pies se iban abriendo camino hacia lo alto.
Hacia arriba, a pesar de que el espíritu de la pesadez, mi demonio y mayor enemigo, tiraba de mis pies hacia el abismo. Hacia arriba, a pesar de que ese espíritu, medio enano y medio topo, paralitico y paralizante, iba sentado en mí y vertía en mi cerebro una serie de pensamientos que me penetraban como gotas de plomo fundido.
“Zaratustra -me decía socarrón y marcando bien las silabas-, te has lanzado a ti mismo hacia arriba, como piedra de la sabiduría que eres; pero toda piedra arrojada hacia el aire por fuerza tiene que caer. Zaratustra, ¡Qué alto te has lanzado tú mismo! Tú eres como la piedra de una honda, como una piedra de sabiduría; ¡tú eres un destructor de estrellas! Pero toda piedra arrojada hacia el aire por fuerza tiene que caer. Zaratustra, tú te has condenado a ser lapidado, pues la piedra que tan alto has lanzado, por fuerza vendrá a caer sobre ti.”
Entonces se callo aquel enano y estuvo un rato en silencio. Pero su silencio me sobrecogía, pues cuando hay dos, la soledad es más intensa que la de uno solo. Yo seguía subiendo, y mientras subía pensaba y soñaba; pero sentía que todo pesaba grandemente sobre mí y era como un enfermo rendido por el tormento de sufrir y al que se le vuelve a despertar de una horrible pesadilla cuando acaba de dormirse. Pero hay algo en mí que yo llamo valor, y que me ha servido hasta ahora para apagar todo desaliento. Fue ese valor que hizo que me detuviera y gritase: “¡Tú o yo, enano!” Y es que ustedes deben comprender que no hay nada que mate mejor que el valor, el valor que ataca, pues todo ataque se hace al redoble del tambor.
Hacia arriba, a pesar de que el espíritu de la pesadez, mi demonio y mayor enemigo, tiraba de mis pies hacia el abismo. Hacia arriba, a pesar de que ese espíritu, medio enano y medio topo, paralitico y paralizante, iba sentado en mí y vertía en mi cerebro una serie de pensamientos que me penetraban como gotas de plomo fundido.
“Zaratustra -me decía socarrón y marcando bien las silabas-, te has lanzado a ti mismo hacia arriba, como piedra de la sabiduría que eres; pero toda piedra arrojada hacia el aire por fuerza tiene que caer. Zaratustra, ¡Qué alto te has lanzado tú mismo! Tú eres como la piedra de una honda, como una piedra de sabiduría; ¡tú eres un destructor de estrellas! Pero toda piedra arrojada hacia el aire por fuerza tiene que caer. Zaratustra, tú te has condenado a ser lapidado, pues la piedra que tan alto has lanzado, por fuerza vendrá a caer sobre ti.”
Entonces se callo aquel enano y estuvo un rato en silencio. Pero su silencio me sobrecogía, pues cuando hay dos, la soledad es más intensa que la de uno solo. Yo seguía subiendo, y mientras subía pensaba y soñaba; pero sentía que todo pesaba grandemente sobre mí y era como un enfermo rendido por el tormento de sufrir y al que se le vuelve a despertar de una horrible pesadilla cuando acaba de dormirse. Pero hay algo en mí que yo llamo valor, y que me ha servido hasta ahora para apagar todo desaliento. Fue ese valor que hizo que me detuviera y gritase: “¡Tú o yo, enano!” Y es que ustedes deben comprender que no hay nada que mate mejor que el valor, el valor que ataca, pues todo ataque se hace al redoble del tambor.
Zaratustra
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